
Prefazio: Si un día asesinasen a Berlusconi, no estaría triste. Al menos, no mucho. Concediéndome unas gotas de humanidad, intuyo que algo de pena podría llegar a darme. Pero menos que por cualquier otro ser humano de este profusamente poblado planeta. Lo cual no me hace muy original. O tanto como si te mola Obama, llevas un iPhone y te gusta ver al Barça. Pero FNF exige riesgos. Como elogiar a Berlusconi.
Fatto: Massimino Tartaglia tiene 42 años, vive en Cesano Boscone, en la periferia con acento albano-senegalés del suroeste de Milán y daba todos los días 150 pasos desde su casa al Bar Principe. Allí, una vez por semana, con puntualidad y proceder algo maníacos, echaba el totocalcio (quiniela) y apostaba sus eurillos a los partidos de fútbol.
No se sabe si el chico era interista o si la victoria del Palermo en San Siro le jodió un pleno al quince. Sí que era un profundo antiberlusconiano, pero no un izquierdista irredento, como quiere hacer creer el coro de gremlins que gobierna Italia y saca lustro a las suelas alzadas del Cavaliere. Junto a la caja del bar Principe, al que MAssimino iba cada mañana, reluce una tarjeta enmarcada con el siguiente lema: "Vincere e vinceremo". Manuscrita por el puño y letra de un tal Benito Mussolini.
Massimino, que así llamaba su madre a Massimo (con 42 años), solía comprar baratijas como el Duomo con el que le partió la cara al divo catódico. Se las regalaba alla mamma al volver a casa para hacer las paces. No era un hortera, sino un trastornado. Quizás ambas cosas.
Antefatto: No suele ir después del fatto, pero valga la licencia para volver a los tiempos de Arrigo Sacchi. Ese don nadie con pinta de funcionario de provincias y voz atiplada que aterrizó en 1987 al Milan desde Parma (bueno, más que aterrizar, tiró p'alante 200 kilómetros de autopista siempre con niebla). A alguien que da órdenes en los entrenamientos con megáfono nadie en su sano juicio le habría dado una grande squadra. Es lo que tienen los megalómanos: cuando fallan se arruinan; cuando aciertan, los cabrones se cubren de gloria. Como Berlusconi.
Fatto: Massimino Tartaglia tiene 42 años, vive en Cesano Boscone, en la periferia con acento albano-senegalés del suroeste de Milán y daba todos los días 150 pasos desde su casa al Bar Principe. Allí, una vez por semana, con puntualidad y proceder algo maníacos, echaba el totocalcio (quiniela) y apostaba sus eurillos a los partidos de fútbol.

Massimino, que así llamaba su madre a Massimo (con 42 años), solía comprar baratijas como el Duomo con el que le partió la cara al divo catódico. Se las regalaba alla mamma al volver a casa para hacer las paces. No era un hortera, sino un trastornado. Quizás ambas cosas.
Antefatto: No suele ir después del fatto, pero valga la licencia para volver a los tiempos de Arrigo Sacchi. Ese don nadie con pinta de funcionario de provincias y voz atiplada que aterrizó en 1987 al Milan desde Parma (bueno, más que aterrizar, tiró p'alante 200 kilómetros de autopista siempre con niebla). A alguien que da órdenes en los entrenamientos con megáfono nadie en su sano juicio le habría dado una grande squadra. Es lo que tienen los megalómanos: cuando fallan se arruinan; cuando aciertan, los cabrones se cubren de gloria. Como Berlusconi.

Vamos, que se puede ser un caracartón, un mafioso, un demagogo bananero y hasta tener sus cosas buenas. Igual que se puede escribir un elogio de Berlusconi. Aunque sea sólo uno...