Por Sopenilla
Junio de 1986. La ola recorría el estadio Azteca; la ‘furia española’, las calles de todo México. Tras formarse en Querétaro, Puebla aguardaba a que rompiera más allá de semifinales. La leyenda negra lo evitó, pero lo peor vino con la resaca. Una selección que vestía de rojo y se reconocía de derechas, ni pudo votar en las generales ni consiguió llevarse por delante al PSOE.
A la altura de 1986, la transición democrática era un hecho consumado en España. Cuatro años antes, y tras casi cuarenta entre el exilio y la clandestinidad, el socialismo había regresado al gobierno. 10 millones de votos, y la connivencia cainita de la UCD, tuvieron la culpa. La alternancia se había completado sin sobresaltos, para mayor crédito de la clase política. Sin esa confianza, por otro lado, difícilmente se habría entendido que la celebración de las siguientes elecciones generales coincidiera con una cita mundialista. Pero tampoco es cuestión de ponerse estupendos. Franco, que en esto de utilizar el deporte hilaba fino, solía ser fiel a la costumbre de programar un partido de máxima audiencia cada 1 de mayo.
Con este precedente, no cabía esperar que la llegada de un nuevo régimen inspirara un cambio de actitud. Desde luego el PSOE –Alfonso Guerra, al menos– no estaba por la labor y, en poco tiempo, dio muestras con la campaña del referéndum de la OTAN de cómo driblar a la opinión pública. Así que, respaldado por la histórica victoria de 1982, e inmune aún al desgaste que le sobrevendría una década después, es probable que el ejecutivo no viera objeciones en convocar a los españoles a las urnas en mitad de un acontecimiento como la Copa del Mundo.
El único inconveniente, pensaría el ministro más agorero, sólo podía provenir de la propia selección. Por aquel entonces, el combinado nacional acogía a promesas como Michel o Zubi bajo el liderazgo intocable de una vieja guardia que tenía en Camacho a su caudillo ejemplar. Nada de juegos (de palabras) con el color de la camiseta ni de exquisiteces sobre el campo más identificativas de la gauche divine que de la casta y el orgullo patrios. Si, en último término, la flor de Muñoz deparaba algún hito histórico, siempre quedaría el recurso de subirse al carro (o de tirar del mismo).
Algo así debió pensar Enric Sopena, o alguno de sus superiores, al ver cómo la ‘furia’ aplastaba en octavos a la Dinamarca del mejor Laudrup. La euforia por el resultado (5-1) no tardó en volverse catarsis. Querétaro parecía resarcirse de su emancipación colonial, al tiempo que la metrópolis aupaba al Buitre hasta La Moncloa. Moraleja: antes de que el cántico mutase en arenga, los resúmenes de TVE ya estaban rebautizando al 7 blanco con las siglas del partido en el poder.
Casualidad o no, los menos suspicaces tienden a pensar que fue un mero lapsus humano. Quizá porque entre los expedicionarios se cuenta que el partido empezó a ganarse la noche anterior, y no en el momento en que Olsen marcó de penalti. El avión que transportaba a la selección se retrasó y tocó improvisar alojamiento. Resultó que el elegido imponía dormir rodeado de cucarachas, de tal suerte que no quedó más remedio que hacer mudanza. Pasada la medianoche, los nuestros atravesaban el hall del hotel donde descansaban los daneses al grito de “¡os vamos a ganar”! Sobra decir quién se encargó de lanzar el mensaje.
“La selección no pudo votar por no ser socialista”
Una vez en cuartos, la maquinaria gubernamental puso algo más de empeño en no dejar cabos sueltos. Más que nada, porque el calendario había dispuesto que el cruce con los ‘diablos rojos’ de Guy Thys se disputara el mismo día fijado para los comicios. En juego estaban no sólo las primeras semifinales, sino la segunda mayoría absoluta. Entre una cosa y otra, a Miguel Muñoz se le escapó una indiscreción extradeportiva horas antes del pitido inicial: “A Tlaxcala vino un señor con papeles y luego resultó que no valían, y nos hemos quedado sin votar”.
Las declaraciones del seleccionador aludían a la visita de un funcionario del Ministerio del Interior. Según la leyenda urbana, éste se había presentado en la concentración con el objetivo de facilitar el voto por correo a los jugadores. No constaba que ninguno hubiese salido del ropero socialista. Daba igual. Alguien desde Ferraz supuso que el vestuario cobijaba un puñado de correligionarios. En realidad, sucedía más bien lo contrario. La opción predominante simpatizaba con Coalición Popular. En cuanto el funcionario se percató de que su embajada estaba destinada al fracaso, emprendió la media vuelta sin alegar explicación alguna. Para el enviado especial de ABC no había duda: “La selección no pudo votar por no ser socialista”, como rezaba el titular de su previa.
La otra leyenda, la de color negro que históricamente había acompañado a los españoles en sus incursiones por tierras americanas, se impondría más tarde sobre el terreno de juego. Del mal de Moctezuma a la hierba alta, de los fatídicos 11 metros a la figura de Pfaff. Cuando Eloy regresó al círculo central, nadie le consoló abrazándole. Entonces no se llevaba esa cursilería de aguardar el veredicto de los penalties en comunión fraterna de brazos entrelazados. Para gente como Goiko, Reñones o Maceda, la motivación era algo más simple. “Tranquilo joder, que tienen que tirar cuatro y alguno fallarán". Pero ningún belga lo hizo.
El sueño de las semifinales se desvaneció; la pesadilla de otro cuatrienio socialista siguió su curso. Cinco siglos antes, Cortés había abandonado México entre lágrimas. Esa noche del 22 de junio, hace ahora 25 años, fue la furia “azul” la que se amansó entre sollozos.
Tweet
martes, 28 de junio de 2011
Suscribirse a:
Entradas (Atom)